Claudia Luna va desde su casa al Reclusorio Oriente de la Ciudad de México al menos una vez a la semana. En su monedero carga con menos de 30 pesos. “Así viajo, no tengo más. Cuando me pagan en el trabajo todo lo absorbe el banco”, lamenta al recordar la deuda de 500 mil pesos que adquirió al pagar a una abogada que le prometió dejar en libertad a su hijo, privado de la libertad desde hace ocho años.
En los días de visita, decenas de mujeres como ella se forman en la entrada del centro penitenciario para ver a sus seres queridos. Algunas llevan comida, otras les compran playeras, pantalones y suéteres color café así como artículos de higiene personal en los puestos que se instalan en las calles cercanas para compensar las malas condiciones en las que viven.
De acuerdo con datos de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana actualizados hasta diciembre de 2022, 94 por ciento de la población penitenciaria del país son hombres (215 mil 719), frente a las 12 mil 811 mujeres en esta condición. Aún cuando es responsabilidad de las autoridades penitenciarias garantizar sus derechos, en la práctica los cuidados recaen principalmente en las mujeres que están fuera de los centros penitenciarios.
Para ellas, vivir la privación de la libertad de un ser querido las obliga a resistir. Prácticamente viven en soledad porque sus familias y círculos de apoyo se rompen. Ellas también cuidan, por ejemplo, al extender sus jornadas laborales para poder tener dinero y dárselo a sus seres queridos, pues en centros penitenciarios como el Reclusorio Oriente, ellos pagan a los custodios para que pasen lista, les abran las celdas y puedan salir a caminar, para evitar ser golpeados y hasta por servicios básicos como tener agua para bañarse.
Su hijo fue detenido al los 18 años después de abordar un taxi. La mujer narra que el conductor llevaba a una persona privada de la libertad en la cajuela. “Esa persona cuando la patrulla lo detiene escapa y les dice a los demás que corrieran”, recuerda. El conductor no fue detenido, pero el joven sí fue acusado y condenado por secuestro. Además de esta sanción, Claudia y su hijo han tenido que librar el estigma con el que los tratan sus conocidos y la falta de apoyo de sus seres queridos.
“[A las personas con familiares privados de la libertad] nos echan la culpa de no saber educar a nuestros hijos, pero a veces no se trata de eso, juzgan sin saber. La familia se desintegró y nadie manda a saludar a mi hijo o me preguntan cómo está o en qué nos pueden ayudar. Mi pareja me dejó porque mi hijo entró a la cárcel”.
María Eugenia Villareal, una mujer que vende billetes de lotería en la calle, pasa por una situación similar. Ella es la única que visita a su hermano privado de la libertad desde hace cuatro años en el Reclusorio Oriente, algo que le ha costado un esfuerzo extra porque a la par paga la renta del lugar donde vive con su hijo, a quien también mantiene. Ella lamenta que su hermano cometiera un delito e insiste, “es mi familia, no puedo dejarlo”.
“Yo voy al día, hay veces que no vendo, entonces no puedo dejarle mucho dinero, le dejo 100 pesos. Cada ocho días vengo desde el centro a verlo y comemos un ratito”.
Los casos de Claudia y María Eugenia son ejemplo de una situación que se replica a nivel nacional: los trabajos de cuidado que recaen en las mujeres.
Datos de 2021 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) muestran que ellas destinan 63.8 por ciento de su tiempo de trabajo total a las actividades de labores domésticas y de cuidados. Ese año, 53 por ciento de las personas que realizaron trabajo no remunerado doméstico y en el hogar fueron mujeres.
Cuidar a una persona privada de la libertad no sólo implica esfuerzos físicos y económicos, también está el impacto emocional. Natalia Hernández, cuyo hijo lleva un año en el Reclusorio Oriente, da cuenta de ello, pues dice estar triste porque sólo lo ha podido visitar tres veces.
“Son contadas las ocasiones que vengo porque vivo hasta el municipio de Nicolás Romero, en el Estado de México, me hago dos horas para venir para acá, me las arreglo sola porque su papá ya no quiere saber de él… El impacto psicológico ha sido lo peor. En este año hemos vivido de todo, es muy triste como madre ver a tu hijo en la cárcel, pasar tantos meses sin abrazarlo”.
Su hijo trabaja en el Reclusorio Oriente para sustentar sus gastos, pero los recursos y espacios para crecer son limitados. El caso del hijo de Claudia es muestra de ello, pues aunque pudo terminar la preparatoria en el centro penitenciario, ante le necesidad de sustentar sus gastos ahora gana dinero con otras actividades.
Ante este panorama, las dos mujeres prevén que los años que aún les faltan para cumplir sus sentencias ambos seguirán dependiendo en gran medida de ellas.
Si dentro de los centros penitenciarios les brindaran más oportunidades de trabajar podrían mantenerse por su cuenta, opina Claudia Luna.
“Se supone que son lugares de reinserción. ¿Por qué el Gobierno no les da más facilidades para poder trabajar allá adentro y vivir en mejores condiciones?”, cuestiona.
Por su parte, Lucía Alvarado González, coordinadora del Centro de Atención Integral de Familiares con Personas Privadas de la Libertad (CAIFAM) de la organización Documenta, recordó en entrevista previa con SinEmbargo la obligación que tienen las autoridades de garantizar los derechos de las personas privadas de la libertad. A ese pendiente se suma el que las mujeres sean las principales responsables del cuidado de esta población.
“[Hay pendientes importantes con estas mujeres] todo lo que tiene que ver con una persona privada de la libertad recae en sus hombros, ellas son las que están al pendiente de los procesos judiciales, les llevan comida, ropa, medicinas a los centros penitenciarios y, además, suelen ser tratadas de forma indignante al momento de revisarlas antes de ingresar a las visitas y ser víctimas también de actos de corrupción”, destacó la defensora.
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