El jaguarundi tambien son conocidos como Onzas, bajo este nombre tiene historias y leyendas que pueden ir variando de lugar en lugar pero en su mayoría están rodeadas de misticismo.
De acuerdo con algunas leyendas la onza es descrito como un felino muy agresivo de grandes dimensiones, de forma alargada y con un rabo de pelos en la punta de su cola, mientras que algunos opinan que se trata de una entidad demoníaca.
México posee muchas criaturas de leyenda, algunas bastante conocidas como la llorona y el chupacabras, pero en esta ocasión, hablaremos de un mítico felino que ha asustado a los rancheros desde hace generaciones y según se cuenta, deambula por las zonas más inhóspitas de la sierra.
Desde los tiempos de la conquista, los primeros exploradores españoles escuchaban relatos de los indígenas, narrando horrores sobre la bestia conocida como "La onza real", un enorme felino que habitaba en los bosques y selvas de México, y disfrutaba al devorar personas.
Se cuenta que por la Época Colonial, los primeros españoles llegados a la región se asentaron en rancherías o haciendas gracias a mercedes que a manera de propiedad el gobierno del Virreinato les concedió. Las medidas de
tales propiedades eran tan grandes que muchas veces los límites eran marcados por accidentes geográficos como ríos, lomas, montañas, etc. Pero ante más hispanos llegados a estas tierras, se complicaron tanto los acuerdos entre propietarios que un nuevo oficio se hizo necesario; este fue, el agrimensor, hoy conocido como topógrafo, que se dedicó hasta nuestro tiempo a medir alturas y distancias para definir límites y área exacta de una propiedad.
La tradición dice que a finales del siglo XVIII, una tarde, seis agrimensores trabajaban con dos indios como guías por campos muy escondidos entre Lampazos y Santa Rosa, cuando el de la alta vara que sirve para establecer puntos de referencia, se fue más allá del alcance del teodolito. Sus compañeros pensaron que quizás se habría retirado para satisfacer alguna necesidad y se sentaron a esperar que reapareciera en la distancia.
Los minutos pasaron y esperaban pacientes cuando de pronto, hacia el rumbo por donde se perdió el español, se escuchó un llanto de mujer que parecía suplicante, una repetitiva letanía desesperada. Los lejanos sollozos les hizo pensar que su compañero estaría abusando de alguna joven india que tuvo la desgracia de pasar por ahí donde el trabajador se encontraba y reían ante los arrebatos doloridos de aquel llorar amargo, imaginándose de mil maneras la escena. Los indios, tras el sobresalto inicial ante aquel lloro lastimero, callaron, escondiendo el rostro en una secreta sonrisa.
El llanto cesó... Los minutos pasaron y como el amigo no llegaba, decidieron mejor hacer un descanso para preparar los alimentos del mediodía.
La comida estaba casi lista y el jefe de la expedición, algo preocupado, envió a un guía y un español a buscar al perdido. Tal vez tendría a la pobre india atada al tronco de un árbol para seguir con la diversión; en todo caso, estaban trabajando y había que llamarlo al orden. Los hombres se adentraron en el monte dando voces y se perdieron entre el matorral y el bosque cerrado. Un grito de espanto se oyó a la distancia...
El campamento entero corrió de inmediato hacia el grito con las armas listas y al llegar, un cuadro macabro los espantó: tirado en el suelo estaba el cuerpo del hombre perdido, con el pecho y vientre abierto en canal y sin un solo órgano interno. Había sido completamente vaciado de todas las vísceras de estómago y pecho y un gesto de terror se había congelado en el pálido rostro del cadáver.
Inmediatamente se dieron a la tarea de rastrear al enemigo. Sería tal vez alguna bestia, aunque ningún animal de uña devoraba sólo los dentros de su presa; sería tal vez alguna partida de indios de guerra que con una mujer le tendieron la trampa a su desafortunado amigo; pero tras mucho buscar, ningún rastro encontraron. La noche se acercaba y era tiempo de recogerse al campamento. El desdichado sería enterrado en medio de los montes con una improvisada cruz de palos.
La noche llegó. Tras la cena y un descanso, los recuerdos de aventuras pasadas al lado de difunto cubrieron de melancolía el campamento y los comentarios tristes en voz baja traían otra vez su imagen a la mente de todos; cuando se escuchó otra vez el penetrante llorar que ya conocían. Los malditos trataban de tender otra celada, pero esta vez no caerían en la trampa.
El llanto iba y venía y se escuchaba por el lado poniente así como por el oriente; por el lado norte y por el lado sur. Casi se podría decir que venía de todas partes o que volaba en torno al campamento. Los hispanos empezaron a ponerse nerviosos y esperaron con las armas listas. Los indios, con enigmática expresión, solo alimentaban el fuego en silencio.
Tras una noche al acecho en que se fueron turnando las guardias, vieron la próxima salida del sol. Somnolientos, se fueron desperezando y descubrieron que faltaba otro compañero. ¡A las armas! ¡Todos a las armas! ¡Había que buscarlo...!
En escuadra de combate avanzaron explorando en círculos crecientes alrededor del campamento. Vieron un pie de conocido calzado saliendo bajo las ramas del matorral e imaginaron lo peor. Se acercaron cautelosos y fueron arrebatados por una espantosa visión: ahí estaba otro cuerpo vaciado de todos los órganos internos y con palidez tal, que parecía también haber sido vaciado de toda su sangre. Todavía fueron sobrecogidos de repentino escalofrío cuando a la distancia escucharon el desesperado llanto de una mujer, un lamento lastimero que ya se les antojaba como algo demoníaco. Se les enchinó la piel y los cabellos se erizaban ante el aullido doloroso que los taladraba hasta la médula.
Una tumba más en medio de aquella soledad... No sabían si terminar la misión que los había llevado ahí o claudicar ante aquella amenaza desconocida. Se reunieron a deliberar analizando las consecuencias de suspender los trabajos y por primera vez acercaron a los indios para consultarles sobre los enemigos. ¿A qué tribu pertenecían? ¿Dónde tenían su ranchería?
El mayor de los guías respondió solemne y lento, como buscando las palabras en un idioma que no era suyo:
_Es nacido en esta tierra, pero no es hombre... Es un gato grande... Patas de adelante muy fuertes, grandes uñas... Patas de atrás largas, para el salto de diez metros... Pecho y cuello muy grueso y fuerte... Quijadas que rompen el más grueso de los huesos... No come sino tripa y bofes... No ruge como el puma... Como mujer en celo es su sonido... Como que llora de gozo ante la comida o de gozo después de comer...
Los hispanos endurecieron el semblante incrédulos ante la estúpida razón del indio. Ningún animal podía ser tan rápido para dar muerte tan centelleante que no se escuchara grito alguno. Ningún animal era tan preciso en el corte de carnes y costillares. Sólo eran supersticiones de los ignorantes nativos de estas tierras bárbaras.
Por mayoría, decidieron seguir trabajando; pero ahora lo harían en dos grupos armados y no se separarían ni para una íntima necesidad. El día transcurrió sin novedad y parecía que la pesadilla había sido superada. El enemigo se había retirado.
Al caer el sol acamparon en un claro del bosque. Los alimentos se compartían en paz mientras dos guardias vigilaban con vista y oído atento. Un matorral cercano se sacudió suavemente... El enemigo había sido detectado. Los mosquetes y machetes se levantaron al viento...
Una bestia toda colmillos y zarpas saltó a escena. Como un rayo cruzó entre los sorprendidos trabajadores que sólo acertaron a hacer detonaciones al aire. El estruendo de los mosquetes, el humo, el olor a pólvora asustaron a la fiera que huyó despavorida.
Un minuto después, el siniestro llanto que ya todos conocían llenó de escalofrío todos los cuerpos. Los españoles pulsaban los mosquetes apretados entre las manos, mientras los indios seguían la rutina ancestral de alimentar el fuego que durante la noche los resguarda de todo mal.
Era una bestia tal como fue descrita por los hombres conocedores de esta tierra. Una bestia robusta entre grisácea y baya que por tener unas rayas negras en la frente y algunas de ellas se alargaban por todo el espinazo hasta rematar la cola con una punta negra, fue comparada con un algún tipo de ocelote o un tipo de onza; y por su gran tamaño y fiereza, fue llamada por los pobladores como la onza real.
Muchos encuentros y anécdotas se siguieron suscitando alrededor de esta bestia carnicera que se fue convirtiendo en un mito más de estas tierras. Los viejos rancheros de estas soledades dicen tener recuerdos de un animal al que muchos nunca vieron y sólo supieron de su existencia por relatos de sus padres y abuelos. Pero aconsejan todavía sus hijos, a sus nietos y a ti, que lees esta espeluznante historia:
“...Si la noche te sorprende por los caminos de Lampazos a la Sierra de Santa Rosa, Coahuila, y escuchas un llorar lastimero perdido por la noche, no acudas al rescate de la dama en desgracia; pues te encontrarás de pronto envuelto en un satánico remolino de garras y colmillos que como navajas, te dejarán con el cuerpo vacío y el rostro petrificado en un gesto de horror por haber sido el desafortunado testigo de la existencia de..., la onza real...”
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