Hace 215 años, un 12 de febrero de 1809 nació el científico británico Charles Darwin. Se trata del biólogo más importante de la humanidad, el cual sentó las bases de la evolución por selección natural y echó por tierra el pensamiento mágico de que los seres humanos y la naturaleza son obra de un creador divino. Hoy a pesar de sus detractores el darwinismo es una verdad universal.
A decir de Richard Dawkins: “Cuando leo a Darwin me sorprende continuamente cuán moderno suena” por tanto, el logro de Darwin es similar al de Albert Einstein, es universal y atemporal por dondequiera que haya vida.
Actualmente el darwinismo se desarrolla y se sostiene dentro de sus parámetros a pesar de los cambios científicos y tecnológicos que confirman lo que en su momento se sostuvo como una teoría.
Dos de sus textos más importantes El origen de las especies de 1859 y La descendencia del hombre de 1871 constituyen su mayor aportación a la biología. En el primero encontramos desarrollado el argumento de que en la naturaleza las especies se reproducen hasta el exceso creando una sobrepoblación de las cuales algunas desaparecen, de tal manera que no sobrevive la especie más fuerte, sino la que mejor se sabe adaptar a su entorno y se eliminan aquellos menos adaptados.
En el segundo, Darwin establece que el ser humano es producto de la evolución de millones de años de un mono, el cual por la misma evolución ha desaparecido y que ha dado lugar al homo sapiens; no obstante, otras especies de monos continúan siéndolo en razón de una evolución distinta, sin embargo, Darwin comprueba que en animales y seres humanos existen similitudes anatómicas, de manera que al hacerse bípedo el homo sapiens desarrolla la inteligencia y transforma su entorno.
Obviamente que el clero fue el primero en rechazar sus investigaciones tachándolas de un ateísmo blasfemo; no era para menos, detonar el mito del Génesis y el cuerpo de Adán. Para muchos cristianos representó una afrenta directa a sus creencias. “Si Copérnico había desalojado al hombre de su puesto central en el cosmos, Darwin parecía ir todavía más allá, privándolo de su misma especificidad, y reduciéndolo a un anillo más de la cadena evolutiva” (Rafael A. Martínez).
Durante años los manuales de teología se opusieron a Darwin, fue hasta 1996 que el propio Papa Juan Pablo II en su mensaje a los miembros de la Academia Pontifica de Ciencias que reconoce la posibilidad de discutir la evolución al considerar que: “Teniendo en cuenta el estado de las investigaciones científicas de esa época y también las exigencias propias de la teología, la encíclica Humani generis consideraba la doctrina del evolucionismo como una hipótesis seria, digna de una investigación y de una reflexión profunda”.
Como bien señala en su artículo Un ateo blasfemo de José Manuel Vidal, actualmente: “la fe cristiana no tiene dificultad en asumir el evolucionismo. Con una condición: que se admita una acción peculiar de Dios que determina el paso de lo que es animal o lo que es persona mediante la infusión del alma humana. Lo que en ningún caso puede admitir un cristiano es un evolucionismo puramente materialista, que no explique la diferencia esencial entre el hombre y los demás seres inferiores”; argumento para el cual Nietzsche tiene puntual respuesta:
“Si un Dios ha creado al mundo, creó al hombre como el mono de Dios, como continuo motivo de recreo en sus demasiadas largas eternidades”.
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