Sin duda que la mayoría; mujeres y hombres negamos nuestras tristezas, amarguras, y angustias. Lo hacemos quizá por no parecer débiles, por temor al qué dirán, o por pensar que si no las reconocemos, desaparecerán. En realidad, las razones por las que cada quien oculta ciertas emociones son muy variadas.
Pero lo cierto es que entre más se esconden, más persistirán, pues resisten a la lógica y al razonamiento, se clavan como terca espina en el dedo y se magnifican. De ahí que en lugar de ocultar, hay que dejar que fluyan, haciendo que se liberen, aunque causen dolor.
Reconoce, acepta y aprende
Cuando asumimos nuestra tristeza, miedo o enojo, comenzamos a sanar, a hacer que duela menos. Llorar no es algo malo, por el contrario, nos limpia el alma y nos ayuda a llegar a periodos de reflexión libres de la intensidad de la emoción.
Admitir significa preguntarte: “¿Por qué estoy triste, qué me angustia, qué me estresa, que me da miedo?”, y es el primer paso para buscar soluciones.
Al asumir lo que sientes, quizá corras… y sobrevivas como instinto. O tal vez te detengas y confrontes a tus demonios.
Es decir, nuestras emociones, las que reconocemos, cumplen una función adaptativa cuando sabemos que están ahí, es decir, aceptar que algo en nuestras vidas no está bien hace que busquemos una solución o nos ajustemos a la situación.
Pero si lo reprimes u ocultas con forzadas sonrisas, en breve esa depresión, por ejemplo, podría evolucionar en un alud de pensamientos y acciones destructivas.
Así que recuerda: No por negar esa emoción, ésta se esfumará, al contrario, le das fuerza para engrandecerse.
¿Cómo te sientes en este momento? Defínelo incluso con síntomas físicos: llanto, temblor, respiración, sudor, palpitaciones. Muchas veces nuestro cuerpo nos da importantes claves. Observa el modo en que experimentas tus emociones, dale su espacio, y a partir de ahí puedes ir equilibrando tu bienestar.
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