Veracruz | 2021-11-21 | Alejandro Mier Uribe
Mónica estaba recostada en la cama del hospital infantil, a punto de dar a luz, cuando cogió a su madre de la mano y le rogó:
–Mamá, pásame la foto de papá, por favor.
La señora Josefina tomó la vieja impresión en la que Mónica, de seis años, abrazaba a su padre y su enorme sonrisa dejaba ver el hueco del diente recién caído.
–Ten, –respondió su mamá–, él siempre está con nosotros, no lo olvides.
–Mamá, –dijo angustiada Mónica–, tú sabes que juntas hemos superado todos estos años sin papá, pero ¡esto es demasiado! ¿Cómo voy a educar a mi hijo, sin su guía, sin sus consejos? Quedaron tantas preguntas sin responder... Por primera vez en mi vida, tengo miedo.
Tras esas últimas palabras, observando la fotografía, Mónica se quedó completamente dormida por el efecto de los sedantes; al tiempo que recordaba...
“Aquella semana, sin duda fue una de las más bellas de mi vida. Cursaba el primero de primaria y todas las niñas del salón estábamos mudando dientes. Podría parecer algo trivial pero claro que no lo era. Cada hueco que se formaba por la caída de un nuevo diente era la prueba más clara de que estábamos creciendo y éramos más grandes que las demás; incluso, si se me caía alguno de atrás, de esos que no se ven tan fácil, tenías que estirar tu boca, casi hasta romperla si era necesario, con tal de que todas vieran el nuevo agujero.
Aquel día, corrí con mi papá y le mostré que tenía otro diente flojo. Pero no era cualquier diente, era ni más ni menos que uno de los de enfrente. ¡Toda una señora ventana!
“¡Sácamelo, papá, porfis!” Le rogué; sin embargo, él lo tomó entre sus dedos y girándolo suavemente me respondió: “Aún no, Mónica, si te lo quito ahorita te dolería mucho, hay que esperar unos días”
“¡Ay, no puede ser!”, pensé, “urge que me vean mis compañeras sin ese diente”.
Con mucha calma transcurrieron los días y yo no hacía más que esperar a que papá llegara del trabajo para colgarme a su cuello y pedirle que me revisara mi diente. “¿Verdad que ya está listo?” Anda, pa ´, di que sí. A Angélica ya se le cayó el suyo”. Papá lo volvía a examinar con tranquilidad y poniendo su enorme mano frente a mi carita, lo movía de un lado para otro. “Quizá mañana, pequeña. No comas ansias”. Por fin llegó el martes, yo estaba terminando mi tarea cuando papá entró en la recámara. De inmediato, me hinqué frente a él y abrí la boca. Mamá y papá se miraron y comenzaron a reír a carcajadas por mi pose.
“¡Papá!” le reclamé, “anda, revísame”. Así es que sujetó mi diente y jalándolo despacito, como siempre, me preguntó, “¿te duele?”
A pesar de que esta vez sí me molestó un poquito, le respondí: “¡Ya papá, en serio, quítamelo!”
“¿Segura? ¿Te vas a aguantar como las meras machas?” Me cuestionó mientras le pedía a mamá que le pasara el espejo. “A ver, ¡mírate y dime si en verdad quieres que te lo quite!”
Lo miré a punto de enojarme y obvio, cuando vi mi rostro en el espejo, no lo podía creer ¡ya me lo había quitado y mi boca lucía la ventana más grande del mundo! Sonriente me miró enseñándome el diente entre sus dedos, lo abracé feliz y fue tan eterno ese momento que quedó congelado en una bella foto que mamá nos tomó. Yo con mi ventana y papá orgulloso del valor de su hija. Esa vez, el ratón me dejó el doble del dinero que normalmente me daba, ¿y cómo no?, ¡si era el diente más grande que se me había caído! Todo un trofeo.
Los años de primaria fueron pasando. Segundo, tercero... Y los dientes seguían yendo y viniendo.
Una horrible tarde de cuarto año, mamá me recogió en la escuela y en lugar de irnos en el carro, prefirió que camináramos. Supongo que era otoño porque al pasar por el parque, las hojas secas se arremolinaban en el piso y un viento fresco volaba de un lado a otro nuestro cabello. De pronto se detuvo y quiso que nos sentáramos en aquella banca. Jamás olvidaré lo fría que estaba. Mis piernas, por debajo de la falda temblaban al tocar el helado fierro.
–Papá se ha ido al cielo, hija, –me dijo tan suavemente que pensé era un murmullo de los árboles. La vista se me nubló y mi llanto tan sólo me dejó preguntarle:
– ¡¿Por qué se fue?!
Dios lo llamó, mi amor. Al parecer, papi, también tenía cosas muy importantes que hacer con los angelitos.
–Pero, ¿por qué no se despidió de mí? ¡Él me amaba!
–...Y te sigue amando, nena; es sólo que pensó que, si se despedía de ti, tú creerías que ya no estaría más con nosotras y, al contrario, él siempre estará acompañándonos, aquí, en nuestros corazones. Las dos lloramos por no sé cuánto tiempo más. Las hojas no paraban de caer.
Los años siguientes por supuesto fueron difíciles, pero poco a poco los fuimos superando hasta que llegó el momento en que al pensar en papá terminábamos a carcajadas recordando lo dulce, cariñoso y ocurrente que era; de cualquier cosa nos hacía reír.
Un día, en segundo de secundaria, Tommy, un compañero al que quería mucho, me pidió que fuera su novia. Yo no supe qué decir y por primera vez me hizo mucha falta el consejo de papá; sin embargo, imaginé lo que él me diría en un caso como ése y siguiendo mi instinto tomé la mejor decisión.
Así fui creciendo y aunque continuamente miraba nuestra foto “chimuela” y pensaba en él, siempre lo hacía con placer y alegría de recordarlo, incluso en mi graduación de la Universidad, y más aún cuando me casé...”
¡Cuñaaa! ¡Cuñaaa! El llanto incontrolable de varios bebés, regresó a Mónica de sus sueños. La anestesia había pasado y era evidente que su hijo se encontraba en los cuneros.
–Es un hermoso varón, –le dijo la enfermera–. Procure dormir un poco y en cuanto amanezca le prometo que lo traigo con usted.
Mónica seguía muy temerosa por la enorme responsabilidad de traer un niño al mundo e instintivamente buscó en el buró de la cama la fotografía que tanta fuerza le daba; sin embargo, no estaba ahí, pero en su lugar había una misteriosa bolsita rosa que al tomarla se le figuró que pertenecía a una de las muñecas que tenía cuando era chiquita. “Qué extraño”, pensó.
Debajo de ella, había una nota de su madre que decía: “Mónica: lo que hay en esta bolsa es tuyo. Tu papá me encargó que te la entregara cuando tuvieras un hijo, no antes”.
Mónica tomó el bultito sin tener la menor idea de lo que podría ser, cuando al abrirlo, por un descuido lo jaló un poco fuerte y su contenido salió volando, cayendo encima de todo su cuerpo.
“Pero, ¿qué son estas pequeñas piedritas blancas?” Dijo mientras tomaba la más cercana para descubrir que eran sus propios dientes, aquellos que años atrás había mudado. Uno a uno. Después de todo, papá no había mentido, el ratón era su amigo y prueba de ello era que de alguna manera se las ingenió para que le devolviera sus dientes y así poder regalárselos a su hija.
Mónica los juntó y fue entonces que encontró las respuestas a todas sus preguntas, y con ello los temores de cómo criar a su hijo se esfumaron. En sus manos se encontraba todo un mundo de valores, cuál si fuera una Biblia, representada en esas pequeñas ventanitas. Colocó un diente en la palma de su mano y pudo ver una ventana de esperanza, el segundo era una ventana de amor; y así descubrió una ventana de fe, una ventana de respeto, una ventana de paciencia, una ventana de amistad, una ventana de humildad, otra de felicidad, una más de complicidad y ¿por qué no? También una ventana para soñar...
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