Veracruz | 2020-05-08 | Alfonso Villalva P.
Pensé que mi olvido era ya irremediable. La sabiduría popular en la que acabamos basando conclusiones viscerales, me martillaba la cabeza recordándome que no…, que ya no había remedio para lo que hubiese dejado pendiente de plantear, decir, cuestionar. Tú sabes cómo es la vida de uno en esta era de la modernidad, en la que los dientes se cepillan con un instrumento sónico que no produce sonido; en la que vivir a régimen es una constante que se combina con un baile satánico denominado Zumba, o los Pilates, o la obsesión por el gimnasio en general y las tallas slim.
La era de vanguardia, pues, del Siglo XXI, en la que nuestro teléfono inteligente, además de constituirse en control remoto universal, nos demanda atención ininterrumpida y de manera virtual, sin necesidad de cables, y salvo que se “caiga” el WhatsApp o una maldición similar, nos brinda trabajo, información -tan crítica al desarrollo humano como las noticias de las estrellas, o los escándalos políticos-. Nos resuelve vida social, administración de amistades, sistematización de manías, resultados de la liguilla del fútbol de la Primera División y, si se presenta la necesidad imperativa, hasta sexo seguro.
Con esta vorágine de demandas por mi atención y concentración permanente, entenderás que los olvidos son frecuentes, que cuando uno hace balances y cortes de caja, pues el recuento de omisiones parece copioso.
Y sí, estaba convencido que mi lista de olvidos respecto de ti era irremediable. Esa lista de cuestiones importantísimas que incluían decir siete te quieros, telefonear el día de tu cumpleaños, pedirte la receta del estofado de pato, contarte un chiste colorado de los que tanto disfrutabas cuando yo era niño, llevarte al restaurante de mariscos donde ibas todos los domingos cuando aún tu matrimonio no se transformaba en viudez.
No obstante, mientras te contemplaba hace unos momentos, mientras me hacías la pregunta de rigor –y tú, ¿quién eres?-, pues te interesaba saber, por tercera ocasión dentro de nuestra conversación que aún no cumplía los veinte minutos, quién demonios era yo; mientras, entendí que esos olvidos tenían remedio, pues aun cuando no podría de ninguna manera desahogarlos, era mi falta de visión la que impedía ver que lo verdaderamente importante era precisamente lo que aquí, ahora, puedo asimilar de ti, de tu voz, tu risa franca y tu curiosidad por saber quién soy… lo que aquí, ahora, puedo hacerte sentir en el corazón.
Creo que en todos estos años no había caído en la cuenta de que un elemento fundamental que me hacía apreciar conversar contigo, es ese lucerito que proviene de tus ojos color miel que comunican cosas muy similares a las miradas que uno puede captar en los niños que se arremolinan y juegan en cualquier sitio de las ciudades o del campo. Ese mensaje franco e inequívoco de asombro, honestidad, expectación, lealtad, curiosidad, bonhomía. Ese mensaje inocente que no siente rubor por ningún pasado, ni se consterna por futuro alguno.
Ahora que lo pienso mientras me encuentro frente a ti, me parece que tu mirada es probablemente uno de los elementos más cautivadores de tu personalidad, particularmente ahora, en estas circunstancias, en estos tiempos en los que el pasado ha dejado de existir, en los que el futuro será un presente recurrente que vuelve a comenzar a cada golpe de respiración. No sé si antes era igual, pero tus ojos me dicen que ni el antes ni el después tienen sentido, pues este instante es el único que tu cabeza reconoce como existente.
Hasta los higadillos, estoy, he estado. Sí, hasta el copete de la interminable avalancha -a veces sólida e inteligente, otras banal e ignorante-, de las disquisiciones sobre lo que implican los tiempos de la acción humana, sí, la tuya y la mía. La pueril acción de desayunar, trabajar, divertirse, reunirse o dar un significado de nuestra existencia.
Devaneos discursivos entre la construcción del futuro que es lo que verdaderamente vale; en función del porvenir que podemos forjarnos para circular en mejores condiciones. Que si la consolidación del pasado: pues los errores y las experiencias nos pueden dotar de sabiduría para sentirnos seres mejores. El pasado, ese sitio inexplicable, pues allí habitan nuestros recuerdos que nos permiten revivir todo aquello que fue y ya no puede ser, aunque también allí moran los fantasmas que nos atormentan.
Las opiniones desinformadas de tantos parientes que te circundan, que aspiran a poseer la verdad con autoridad, y que por tanto tratan de explicar tu condición llamándola demencia, Alzheimer, decadencia o simplemente, circunstancia de la vejez.
Los médicos que dan explicaciones sesudas para las que se requiere diccionario en mano con el objeto de atisbar, acaso incipientemente, las implicaciones del caso. Hay quien incluso especula que es la decisión de un anciano de ya no recordar, selectivamente lo que no estima relevante, la mecanización del hic et nunc en la existencia mental en el ocaso de la vida.
Hay quien dice que tú ya te fuiste. Hay quien dice que ya no eres el mismo ser humano con el que departimos, discutimos, convivimos y disfrutamos alguna vez…, tantas veces.
La conclusión que con claridad se puede asumir está, paradójicamente, en el presente. Ese presente tan disímbolo para todos, pero tan concreto para ti, que serás la única persona en saber si tienes pasado, si te queda un futuro y para qué diablos quieres a los dos.
Este instante en el que te veo a los ojos y parece tan claro que no puede haber debate alguno pues sin pasado ni presente, enmarcada por tu rostro arrugado y enjuto, alegre, tu alma se exalta por tus pupilas, y me dices con elocuencia “te quiero” cada vez que, tocando mi mano exactamente igual que como lo hacías de niño, me preguntas quien soy, para que yo te responda aquí, ahora… o nunca.
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