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Por Alejandro Mier Uribe
Columna:

La segunda era

2022-12-11 | 07:06 a.m.
La segunda era
Diario del IstmoDiario del Istmo

El año 2022 transcurre caóticamente sobre un cansado planeta tierra.

Los jinetes del Apocalipsis están por liberar toda su furia en contra del ser más mortífero y devastador que ha conocido el mundo: el hombre.

Hambruna, polución, escasez de agua, guerras en todos los continentes, virus aún no conocidos, reinan en cada rincón.

En Estados Unidos, el presidente Payton reúne a su grupo de consejo más cercano. Es momento de actuar y hay que tomar decisiones.

–Y bien señores, ¿Qué tenemos? ¿Cuál es el panorama?, -preguntó molesto Payton.

–Nada optimista, señor, -respondió Loren Williams, su jefa de Asesores. –La guerra con los árabes nos reporta cientos de bajas diarias. El bloque que formaron en nuestra contra todos los países de América Latina nos dificulta cualquier acción. Alemania y Francia están muy dolidos con nosotros y se espera que nos ataquen de un momento a otro…

–¡Espere! –Interrumpió el presidente, –qué dice nuestro ministro de Defensa… ¡Opine por Dios santo!

–Señor, tenemos que negociar, no podemos seguir con tanta destrucción. Hasta para nosotros es imposible estar en conflicto bélico con tantos países a la vez…

–¡Patrañas! –Gritó Payton. –coronel Taylor, ¡es momento de lanzar la bomba!

–Pero señor, -dijo el secretario del Medio Ambiente, -podría tener resultados funestos para la humanidad. Jamás se ha estallado un arma de tal magnitud, ni siquiera como prueba; podría incluso acabar con varias especies animales.

–¡Podría!, ¡podría! –Contestó iracundo Payton ¿Acaso hay algo, aunque sea un solo punto de los que dijo, del que este completamente seguro?

–La tierra ya no aguanta un abuso más, señor. Una bomba sería fatídica… ahora que, si son dos, nadie podría predecir a ciencia cierta el desastre.

–¡Eso no sucederá!  ¡Con sólo una bomba, el mundo entero sabrá quien manda y nadie será capaz de enfrentarnos! ¿Lo entendió?

–Señor, perdone, pero tenemos un segundo problema… -Musitó el Coronel Taylor.

–¿Qué sucede? ¿De qué se trata?

–12 naves rodean la tierra

–¿Naves? ¿Son espías japoneses o soviéticos?

–No señor, deben de provenir de otro planeta.

–¿Ovnis? Lo que nos faltaba… ¿Qué intención tienen?

-Aún lo desconocemos. Intentamos contactarlos, pero no responden.

–¡Al carajo con ellos! ¡Lancen la maldita bomba!

En el mismo instante que la ojiva tocó tierra, perecieron cerca de un millón de personas y no quedó nada en un radio de 50 kilómetros a la redonda.

El presidente Payton hacía una siesta en el reposet de su despacho cuando el jefe de las fuerzas armadas de los Estados Unidos entró aterrado.

–¡Señor!, ¡Los demonios del Apocalipsis se han hecho presentes!

–¿Qué dice? ¡Contrólese!

–Disculpe, –dijo cabizbajo, –pero América corre el riesgo de ser aplastada.

–Eso es imposible, ¡Acaso se ha acobardado! Nadie puede derrotarnos, ¿lo oyó bien, coronel? ¡Nadie!

–Lo siento, señor presidente, pero desafortunadamente esta vez se equivoca. Si hay una fuerza muy superior. Véalo con sus propios ojos.

El coronel encendió los plasmas y ante ellos apareció la devastación más impresionante jamás vista: bellísimas especies de fauna marina emergiendo de las profundidades del mar para precipitarse a las playas en busca de la muerte; volcanes escupiendo fuego; parvadas interminables que desorientadas chocaban entre sí o contra montañas y edificios; y el cielo… cobrando un extraño color rojizo del que, cual si fuera su sistema nervioso, millones de delgadas venas presagiaban un oscuro final.

Payton se llevó las manos al rostro.

El coronel, continuó:

–...es la naturaleza, señor. Hemos despertado al monstruo.

El presidente no atinó a decir nada en lo absoluto. Instantes después, ordenó:

–Llamen a los hombres más capacitados en la materia, ¿quiénes son?

–Posibilidad descartada, señor. Iroito, el japonés, murió con la bomba que arrojamos.

–¿Y el otro tipo? ¿El premio Nóbel?

–Tonatiuh Uitzil, el científico que despreció por ser mexicano… no se sabe nada de él desde que comenzó el principio del fin. Se teme lo peor.

–¡Busquen! ¡Debe haber alguien más! Después respiró profundamente y preguntó: –¿Y que hay de los platillos voladores?

–Una vez que estalló la bomba, salieron de nuestra órbita. Aunque se alejaron, es posible verlos a simple vista, pero no han entablado comunicación alguna.

–Inténtelo, –finalizó el presidente Payton, invitándolo a salir de su despacho.

Mientras, en su laboratorio de la Universidad Nacional Autónoma de México, Tonatiuh Uitzil, se encontraba mal, pero sólo anímicamente. Sus presagios de

autodestrucción humana editados en varias revistas científicas, se cumplían a pasos agigantados.

Clara, su inseparable colega, le cuestionó:

–¿Qué pasa, Tona? Luces deplorable.

–Se acabo Clara. Es todo. Tras la bomba de los gringos, Alemania hizo estallar otra y hace unos momentos cayó una tercera de los coreanos. Si mis cálculos no fallan, en menos de dos horas toda posibilidad de vida humana, sobre la superficie terrestre, será nula.

–¡Dos horas! ¿Qué haremos?

–De prisa. Debemos conducirnos cuanto antes a nuestro refugio subterráneo del Iztacíhuatl.

En cuanto salieron del laboratorio, Tonatiuh echó el último vistazo a la que había sido su refugio y casa de estudios. La UNAM lucía desolada, pero firme y sólida, dispuesta a salvaguardar el orgullo mexicano.

–¡Apresúrate, Tona! ¡Mira arriba de ti!

Mientras Tonatiuh y Clara se dirigían a toda marcha al escondite, el mundo agonizaba y vivía sus últimos instantes tal como la conocieron los habitantes de los 12 mil años anteriores, fecha del diluvio universal.

Cual si fueran los dedos enfurecidos de Dios, tornados chicoteaban y violentos sismos y cambios climáticos azotaban los continentes.

A escasos 200 metros del refugio, los científicos subían por las faldas del Iztacíhuatl a la velocidad que les permitía su pesado cargamento de víveres. Atrás, habían dejado a cientos de gentes que hincados suplicaban a las 12 naves que los salvaran. Fue en vano, los platillos, ignorándolos, permanecieron estáticos.

Antes de cerrar la escotilla de seguridad del refugio, Tonatiuh observó que las 12 naves se alejaban un poco más de la cúpula terrestre. El fin había llegado.

Un cielo herido, pintado de rojo, flameaba como arponeado por millones de alfileres. Formó una sola masa que llenó toda la bóveda celeste y como el más aterrador espectáculo, la gran nube comenzó a descender hasta llegar al nivel del piso. Del otro lado del planeta, de las entrañas del océano Índico, nació una magnánima cordillera de montañas que desbordando los océanos, traspasó mares y continentes partiendo a la tierra en dos. Finalmente, el cielo se abrió formando enormes círculos de muerte de cuyas fauces, su gélido aliento, lo congeló todo: la segunda era de hielo, había comenzado.

Meses después, el silencio y la paz que reinaba el mundo fue sorprendida por unos leves golpecitos que hicieron brincar la nieve del Iztacíhuatl. Al salir a la superficie, Tonatiuh se posó junto a la imagen de la “La mujer dormida” y ambos miraron un cambiado y vacío escenario. Las naves ahí continuaban. Una de ellas se acercó demasiado y Clara, exaltada, gritó:

–¡Tona! ¡Regresa al refugio!

–No temas. No nos harán daño, -respondió tranquilo siguiendo su instinto.

Tonatiuh lo imaginaba, pero no podía creerlo ni mucho menos comprobarlo: las 12 naves que rodeaban la tierra no eran tripuladas por criaturas extraterrestres como todos suponían. Eran hombres. Seres humanos de un mundo del futuro que habían hallado el medio científico de viajar en el tiempo. La misión de los sondeadores del tiempo en nuestra época era exclusivamente para observar y comprender cómo el hombre había sido capaz de casi terminar con la especie y originar la segunda época glacial. De ninguna manera podían intervenir y modificar el pasado.

Dentro de la nave que vigilaba a Tonatiuh, un hombre lloraba.

–Calma, –le aconsejó su compañero, –sobrevivirá…

–Lo se. Está hecho de buena madera. ¿Sabes que es el único tataranieto de mi hijo?

Seis generaciones nos separan.

–Claro. La dinastía Uitzil de científicos, ha sido de lo más brillante.

El hombre posó la mano en el cristal por el que miraba a su chosno y aún con los ojos húmedos dijo:

–Suerte, Tonatiuh. Te esperan veinte años de lucha con las nuevas especies gigantes que poblarán el mundo; deberán aprender a subsistir juntos: seres humanos, animales y naturaleza… ¡Fe hijo mío! ¡Se que lo lograrás!

El hombre del futuro accionó un botón y éste, siguiendo los principios de la antigua teoría de Albert Einstein en que los campos unitarios permitían hacer invisible a los objetos y ser transportados en el espacio, hizo que las 12 naves, en forma simultánea, se esfumaran ante los ojos de Tonatiuh y Clara. Su misión concluyó. El holocausto había quedado atrás.

Tunatiuh respiró profundamente. Y en verdad que lo hizo: el aire olía a limpio, puro de contaminantes. La nueva vida comenzaba.


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