El martes se juega mucho más que la renovación de la presidencia en Estados Unidos. Se juega la credibilidad de la democracia global.
La elección de Trump fue la cresta de una ola destructiva en donde las democracias en el mundo se consumían a sí mismas. Hundidas en el descrédito, las democracias fueron socavando su piso y abriendo la entrada a una serie de gobernantes impresentables en todo el mundo.
La caída viene de atrás. Hugo Chávez llegó al poder gracias a un voto masivo, arrollador, en 1999. Dijo a los venezolanos que el gran problema del país era la corrupción. Que con él vendría la consolidación de una 5a república. Que habría justicia social. Que no se reelegiría. Todo fue mentira.
A su lado surgió el poder autocrático de populistas en todo el globo: de Putin a Erdogan y de Orbán a Ortega, el mensaje fue que llegaban por la vía democrática para destruirla.
Dos hechos conmocionaron al mundo: el Brexit y el triunfo de Trump.
Trump ha tenido una presidencia lamentable. De tuitazos y ocurrencias. De arrebatos. Él es el signo más acabado de lo que Juan Luis Cebrián ha denominado el poder de los idiotas. Idiota no en una connotación de insulto sino en uno de los significados de la palabra: engreído sin fundamento.
El presidente de los Estados Unidos ha hecho volar todo. Quitó el lustre a la institución. Ofende. Agrede a los medios. Es un abusador de mujeres. Ha roto la ley. Se alió a una potencia extranjera para ganar su elección. Comenzó una nueva guerra fría, ahora con China. Sacó a Estados Unidos de sus compromisos ambientales. Es responsable del contagio de 9 millones de seres humanos y de la muerte de un cuarto de millón. Estados Unidos está dividido e inflamado, porque Trump, en su ignorancia, olvidó que un jefe de estado no es una persona: es un símbolo.
Ahora amenaza con desconocer los resultados electorales que anticipan una derrota categórica: ya han votado más de 90 millones. Eso es el 65% de los votos ejercidos hace 4 años. Se espera la participación más alta en un siglo. De ser así, Trump caerá.
De hacerlo, el mensaje sería una oxigenación para el mundo: no, los idiotas no pueden salirse con la suya. No por mucho tiempo.
Gobernar para una base y olvidar al resto, tarde o temprano, cuesta.
Los votos pesan más que el dinero, que la arrogancia, que la demagogia.
El voto castiga. La sociedad ajusta cuentas. La gente votó por Trump porque no sabía el grado de daño que haría. Ahora lo sabe.
Ese sería el mensaje inicial para demoler estos lustros en donde se ha instalado en el mundo lo que Félix Ovejero ha llamado la democracia de los peores.
La onda expansiva de esta elección llegaría lejos: a los Boris Johnson, a los López Obrador, a los Lukashenko, a los Bolsonaro.
Una eventual derrota de Trump debería implicar una profunda reflexión y una acción.
La reflexión: la democracia es siempre frágil. El legado de Trump, de terminarse, sería justo ese: tenemos que repensar cómo blindar la división de poderes, el régimen de libertades, la transparencia y los códigos de decencia mínima a la que deben sujetarse los gobernantes.
La acción: los impresentables no asaltaron el poder: fueron electos. Y lo fueron por el descrédito de la política. Tenemos que reencauzar el activismo social para controlar el poder. El centro de la democracia, contra lo que se piensa, no son los gobiernos sino los ciudadanos.
Urge regresar a la eficiencia, la moderación y la decencia para resolver las grandes injusticias y la inequidad que promovió el caos.
Espero que Trump pierda. Pero espero, sobre todo, que ese resultado no sea un fin, sino un principio.
@fvazquezrig
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