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Por Claudia Morales
Columna:

Ex Libris

2023-02-27 | 11:53 a.m.
Ex Libris
Diario del IstmoDiario del Istmo

Castigo de Dios

1ª. Parte

  • Por: José Ignacio Ordóñez Rodríguez


Era moreno, como tronco quemado, de baja estatura, mal encarado, barbado y de rasgos toscos. Le decían El Chaneque. Sus ojillos tenían siempre una mirada esquiva y nerviosa dirigida al suelo y su morral colgaba casi tocando el piso.

Fue buen cliente de la tienda de mis padres y nunca le faltaba el rollo de billetes amarrado a la punta del paliacate. En su lista de compras siempre apuntaba amoníaco, cintas rojas y negras, paquetes de alfileres, veladoras, lociones de variados nombres y colores, víveres, etc.


Rutinariamente nos pedía le permitiéramos guardar su morral y algunas cosas. Se sacudía con las manos el polvo del camino que traía pegado en sus huaraches; usaba camisa y pantalones de dril color caqui, semi enrollados.

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  • "Brujo, según el decir de unos. Curandero, para otros"; de J. I. Ordóñez Rodríguez.

Como es costumbre entre cierta gente campesina para no mancharse los bajos con la tierra o el lodo en las largas caminatas. Su machete, balanceado a su cintura, era inseparable.

Nunca le conocimos mujer, aunque algunos murmuran que sí la tuvo, al igual que una hija, que según dicen murió loca, siendo ya muchacha.


Brujo, según el decir de unos. Curandero, para otros. Huesero, para los más. Hay quienes aseguraban que tenía pacto con el diablo, aunque otros suponían que se le incorporaban los malos espíritus que sacaba a los demás. Por eso, decían, cuando las lechuzas fijaban su brillante parpadeo sobre la luna llena.

El Chaneque se retorcía y echaba espuma por la boca, como los perros cuando los agarra la rabia. Y gritaba hasta quedar tieso.

Al otro día, puertas cerradas. No las abría ni salía a la calle. Desconfiaba de la gente de la ciudad. Con nosotros, a duras penas entraba en plática. Transcurría el tiempo y El Chaneque seguía siendo un buen cliente.

Sus vecinos, los de junto a la vía del tren, le rehuían o discretamente se apartaban y se hacían a un lado después de un tímido saludo.


El Chaneque sólo iba y venía. Tomaba el camión o agarraba hacia el barranco del río para embarcarse en un cayuco, según fuera tiempo de lluvia o de secas.

La amistad con él no progresaba gran cosa. Un "¡quiúbole!", un "¿cómo está el camino?" o un "¿tan rápido acabaste de comprar?" era lo mínimo que le inquiríamos para sacarle plática. Él contestaba con monosílabos o movimientos de cabeza; recogía sus cosas y se iba. Con tal de escucharlo, yo le hacía consultas a veces:


—Oye Chaneque, quiero un baño de tulipanes, a ver si así las chamacas me hacen caso. Cóbrame lo que quieras.


Contestaba masticando palabras: —No lo necesitas.


—Entonces dame un remedio para meterle un sapo en la barriga a la vieja de la tienda de enfrente.


—Tú vendes bastante. ¿Pa´ qué queres más?


Entonces resoplaba con un brillo irónico en sus ojillos, sacudiéndose el sombrero a la vez que se metía los dedos entre el pelo, revuelto y negro como plumas de zanate.


Y sentenciaba altivo: —¡No sabes lo que quieres!


Y una sonrisa en su rostro se le dibujaba en su rostro: ––Pregúntale a Mincho, el tendero del playón sur, qué tal le jué. ¡Anda, pregúntale! ¡Con eso sí que no se juega! ––y se daba media vuelta sin más ni más. (...)


El cielo llora

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  • "El cielo llora"; de Sixto Cabrera.
  • Por: Sixto Cabrera


El aguacero, dibuja

sobre la piel de la tierra

varios agujeros que sangran.


El recuerdo y las lágrimas

son la transparencia de la vida.


Pixintsin xochikuikatl

  • Por: Sixto Cabrera


Xochime selia

ipan ojtli ieuayo.


Mimiaua okuilin majkoktinemi

ipan tlaxkalchiankakatl.


Tlilektototl, kuajkualtsin,

kuika tlajko uey altepetl.

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