Veracruz ocupa el segundo lugar nacional en violencia política de género, con 46 personas sancionadas por el INE, solo por debajo de Oaxaca.
Esta cifra no es un simple dato estadístico; es el reflejo de un sistema político que sigue viendo la participación de las mujeres como una amenaza, no como un derecho.
De los 46 sancionados, 14 son presidentes municipales o exalcaldes, lo que revela un patrón alarmante: el poder local es un espacio hostil para las mujeres que desafían el statu quo.
Sin dejar de lado que, en algunas ocasiones, y cada vez con mayor frecuencia, la mujer sufre violencia política por parte de su mismo género.
La consejera del INE, Olivia Aguilar Dorantes, señaló ayer que la violencia se concentra en el ámbito municipal porque la cercanía entre autoridades y ciudadanía facilita el abuso. Pero esta explicación, aunque cierta, es insuficiente.
El problema no es solo la proximidad, sino la estructura de un sistema político que normaliza la exclusión, el acoso y la represión contra mujeres que osan competir por el poder.
En muchos casos, los sancionados están acusados de obstaculizar el trabajo de mujeres en cargos públicos.
Estos casos no son excepciones; son la regla en un sistema que protege a los agresores. Lo más grave es que muchos de ellos siguen en funciones o mantienen influencia política, demostrando que las sanciones del INE no son suficientes para frenar la violencia.
En muchos municipios, la política sigue siendo un "asunto de hombres". Cuando una mujer llega a un cargo, enfrenta desde micromachismos, desacreditación y burlas, hasta amenazas directas como acoso, difamación o violencia física.
El caso de Daisy Fabre Montoya, exalcaldesa de Nautla, es emblemático: su paso por el poder estuvo marcado por resistencia y sabotaje interno.
Las fiscalías y los partidos políticos no actúan con la contundencia necesaria. Muchas denuncias quedan en la impunidad porque los agresores tienen protección de sus estructuras partidistas.
El hecho de que varios alcaldes sancionados sigan en sus cargos evidencia que el sistema no prioriza la protección de las mujeres.
Aunque el INE ha avanzado en identificar y sancionar a los agresores, las penas son insuficientes. Muchos solo reciben amonestaciones públicas o multas, pero no pierden sus cargos.
Urgen reformas legales que inhabiliten políticamente a quienes ejerzan violencia de género, como ya ocurre en algunos estados.
Se requieren protocolos de seguridad urgentes para candidatas y funcionarias, incluyendo escoltas, alertas tempranas y acompañamiento legal.
Los partidos deben dejar de proteger a agresores por conveniencia electoral. Morena, PAN, PRI y demás fuerzas políticas deben depurar a sus miembros sancionados, no solo condenarlos en discursos.
Pero en este contexto, hay medios de comunicación y periodistas que hacen las veces de políticos y terminan siendo agresores.
De acuerdo con reportes, cinco titulares de medios están sancionados por violencia de género. Los medios deben dejar de normalizar discursos misóginos y, en cambio, visibilizar las agresiones y exigir justicia.
Veracruz es un espejo de lo que ocurre en todo México: la violencia política de género no es un problema aislado, es sistémico. Las cifras del INE son solo la punta del iceberg, pues muchas mujeres no denuncian por miedo a represalias.
El reto no es solo sancionar, sino transformar las estructuras de poder. Porque una democracia que silencia a la mitad de su población no es democracia, es una farsa. Y Veracruz, como todo México, merece algo mejor.
Ayer ocurrió una prueba más de la impunidad que se menciona en los párrafos anteriores.
La decisión de la Cámara de Diputados de desechar la solicitud de desafuero contra Cuauhtémoc Blanco no solo refleja la politización de la justicia, sino que consolida un peligroso precedente: la impunidad como herramienta de poder.
El argumento de "improcedencia jurídica" esgrimido por Morena, el PRI y el PVEM —partidos que en otros contextos se autoproclaman defensores de la ley— resulta insostenible ante las graves acusaciones de violencia sexual y las evidentes irregularidades en el proceso.
El caso Blanco es emblemático de un sistema que protege a los poderosos mientras desarma los mecanismos de justicia para las víctimas.
La Sección Instructora determinó que la carpeta de investigación carecía de solidez, pero en lugar de exigir una investigación rigurosa, optó por el camino más cómodo: archivar el caso.
La contradicción entre los peritajes psicológicos no justifica la absolución, sino que debió ser motivo para profundizar en la indagatoria.
Sin embargo, la mayoría legislativa prefirió ignorar las demandas de las víctimas y de colectivos feministas, enviando un mensaje claro: las denuncias de violencia sexual serán juzgadas bajo criterios políticos, no jurídicos.
Mientras Anayeli Muñoz (MC) y Annia Gómez (PAN) denunciaron la complicidad con un presunto agresor, la bancada de Morena instrumentalizó el discurso de la "inocencia" sin permitir un proceso transparente.
Peor aún: el espectáculo de Blanco en tribuna, escoltado por sus correligionarios, fue una burla al protocolo y a las víctimas de violencia de género.
El impacto de esta resolución es devastador. Refuerza la desconfianza en las instituciones y disuade a más mujeres de denunciar, ante la certeza de que el sistema las revictimizará.
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