Terapia

Veracruz | 2021-09-26 | Alejandro Mier Uribe

Claudio llegó al deportivo 20 minutos antes de que comenzara su entrenamiento. Durante la semana trabajaba con gran entrega para poder disponer de la tarde del viernes y gozar con tranquilidad de la natación. Ahora que su padre había fallecido, meditar en el agua era la mejor terapia para mitigar el dolor, mantener presente a don Fermín y agradecerle no sólo la excelente posición económica que le heredó con su despacho de arquitectura, sino toda una vida de enseñanza y cariño dedicada a él, como hijo único. Lo echaba mucho de menos y a pesar de la tristeza, lo tenía cada segundo presente como el amigo que fue y continuamente se sorprendía de encontrarse riendo al recordar las simpáticas ocurrencias de su viejo.

Sólo sentía el no haberlo hecho abuelo, pero eso era algo que Claudio no se reprochaba porque sabía que no encontrar a la chica correcta a sus 32 años, no estaba del todo en sus manos. Una periodista lo había capturado en imagen en un evento social y el pie de foto no pudo ser más preciso: “Claudio Fernández, el galante empresario de intachable reputación... tan callado y tímido como caballeroso”.

Al entrar al club lo saludó el intendente:

–Hola, arqui, ¿ya va a pegarle al ejercicio?

–Un ratito, Vicente, para matar el estrés, ¿tú gustas?

–Que le aproveche, arqui. Lo veo después en la cafetería.

–Muy bien, hasta luego.

Claudio se dirigió a los vestidores y, desde lejos, pudo apreciar que a la alberca aún no llegaba nadie. Perfecto, pensó, ya que no había mayor placer que deslizarse por el agua en medio de esa total tranquilidad. Se dio prisa para aprovechar el tiempo, más de pronto advirtió que en el carril número uno, sí había una mujer que no vio porque nadaba muy pegada a la orilla. Al pasar a su lado, aunque ella notó su presencia, ni siquiera lo volteó a ver y dejó a Claudio con el “buenas tardes” en la boca. Mejor, se dijo, así ninguno de los dos molestará al otro y podré nadar concentrado.

Aunque tenía el resto de la alberca para él, por alguna de esas raras señales internas, Claudio se sentó en la orilla del carril número dos. Bien sabía que, en circunstancias normales, se habría ido al otro extremo y para ese momento ya estaría pataleando. En esta ocasión no, antes de sumergirse, esperó a que la chica pasara de nuevo junto a él. Ahora le pareció percibir una ligera sonrisa. No estuvo seguro de ello, pero de lo demás no le cupo la menor duda. La mujer era muy hermosa y, sobre todo, elegante. Cada brazada delineaba unos torneados hombros que, al entrar y salir del agua, humectaban las juguetonas pecas de su blanca piel. Al sentirse un poco descubierto por su insistente mirada, Claudio se apenó y sin pensarlo, se zambulló en la piscina. Tenía años de hacer este ritual. Se dejaba caer hasta el fondo y la combinación del sordo silencio y el movimiento como en cámara lenta del agua, al instante lo hacía olvidarse de todos sus problemas; con la mente en blanco, comenzaba a dar vueltas en la alberca y poco a poco iba llenando su mente de pensamientos positivos. Pero su terapia esta vez le falló; al tocar el fondo, lo único que pudo pensar es cómo luciría el cabello que ocultaba la chica debajo de su gorra. ¿Cómo será? ¿Y el color de sus ojos?

Claudio comenzó a nadar y aceleró lo más que pudo el paso para procurar llegar al mismo tiempo que ella. No fue tan fácil porque también era una excelente nadadora y, aunque al deslizarse por el agua mostraba cierto esfuerzo, lo hacía con una gran coordinación. La vio nadar en cuatro estilos diferentes. Para un lado iba de crol y luego regresaba de mariposa. Ahora de pecho y después de espalda. ¡Se le figuró tanto al nado de un delfín!, con gracia, inteligencia y una misteriosa belleza. Claudio la fue idealizando y, conocedor de su torpeza habitual, buscaba las palabras más acertadas para acercarse a ella. Contaría con muy poco tiempo y eso lo puso más intranquilo. En la última vuelta, Claudio ya no se movió de la orilla y ahí la esperó a que llegara, fingiendo un descanso. Estaba de suerte, pues al llegar la chica al mismo punto, se detuvo, miró el reloj y ya no hizo por nadar.

A Claudio también le gustó su perfil. Observó que sólo traía unos aretes de oro muy pequeños. Claro, dedujo, su belleza no necesita mayores adornos.

Perdón –le dijo por fin, – ¿me podrías decir la hora?

Aunque ella notó que Claudio portaba un enorme reloj de buzo, amable le contestó: –Ya son las 4:30.

– ¿Terminó tu entrenamiento?

–Sí, –respondió la chica con timidez.

–Disculpa que te pregunte, pero es que no te había visto en el club, ¿eres nueva?

–No, lo que pasa es que hoy se me hizo tarde. Por lo regular nado de tres a cuatro, cuando la alberca está vacía. La chica río y agregó:

–Perdón, no quise ser grosera...

–Olvídalo. Me llamo Claudio Fernández. Mucho gusto –le dijo al estirar su mano.

–Yo soy Vianey –contestó estrechándolo.

Pasaron unos instantes y la chica agregó: –Claudio, ¿no te importaría devolverme mi mano?

Claudio la soltó con rapidez y ambos rieron a carcajadas. Después, ella colocó sus goggles sobre la frente y Claudio pudo descubrir unos radiantes ojos.

Por supuesto –dijo como si pensara en voz alta–, tenían que ser claros, que lindos...

– ¿Qué? –preguntó Vianey.

–...Este, no nada, nada. Sólo dime algo ¿aceptarías que te invitara a comer? Aquí, muy cerca, sirven unos cortes de carne y un vino delicioso.

–No lo creo –respondió indecisa.

Claudio agregó, –lo siento, seguro eres casada.

–Oh, no. Nada de eso.

–Entonces debe haber por ahí un novio celoso que no tarda en entrar al deportivo a golpearme...

–No, Claudio, mucho menos.

–En serio, ¿me juras que eres soltera? ¡Increíble! Quizá sea que no comes carne. Creo no lo pensé antes. Bueno, conozco también un restaurante vegetariano suculento; por ti, comería hasta brócoli, te lo juro.

–Eres muy dulce y te voy a decir algo; si la próxima vez que nos veamos, me haces la misma pregunta, prometo que iré contigo a comer, ¿de acuerdo?

– ¡Vaya, creo que tenemos un trato! En eso, Claudio levantó la vista y vio aproximarse a ellos una mujer acompañada de un joven.

–Es mi madre y mi hermano. Temo que es hora de marcharme.

Hasta pronto. Claudio ya no pudo contestarle. Se quedó perplejo cuando vio que, entre ambos, tomaron a Vianey de cada brazo y cargando un cuerpo inerte de la cintura para abajo, la colocaron sobre una silla de ruedas. El golpe fue bestial, pero Claudio se mantuvo firme, sin dejar de mirarla un segundo.

Al pasar a su lado, Vianey se quitó la gorra para que su largo cabello le cubriera el rostro. A pesar de agachar la cabeza, Claudio pudo ver que lloraba. Esperó un instante a que se alejaran y sin más, se sumergió hasta el fondo de la alberca. Al salir, sus lágrimas se trenzaban con el agua que le escurría.

Seis meses después, Vianey y Claudio se encontraron de nuevo en esa alberca. Otra vez los dos estaban llorando. No era para menos, los rodeaba una gran multitud, y un hombre vestido de blanco le sugería a Claudio: “Ahora, puedes besar a la novia”.

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