Esperanza

Coatzacoalcos | 2023-01-15

Ex Libris


En mis tiempos de infancia no había dinero para libros, apenas se tenía para comer tortillas con sal, frijoles y arroz; por lo que, leer era una ilusión lejana.

Tampoco podía ir a una biblioteca porque siendo sincera, no sabía que existía una en ese entonces. Así que mis deseos de ser escritora, crecieron con un par de libros prestados, o los retazos de obras conocidas que estaban incluidas en mis libros de español y TLR de la primaria y secundaria.


Mi primer libro me lo obsequió mi padre, se lo había encontrado en la playa. Por eso no me extrañó el título: “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach... tenía como 12 años.

Los libros eran tan caros que solo podía leer los fragmentos en los periódicos del Diario del Istmo o el Liberal, o si bien me iba, en algunas revistas de publicidad donde encontraba poemas completos o semblanzas de grandes autores.


Mi relación con los libros y mis deseos de escribir, se reducían a los consejos y las historias contadas de oídos por mis amistades, o de propia voz, por las heroínas y villanos de los cuentos reales que acontecieron en mi familia, en la Ciudad de Coatzacoalcos o poblados cercanos.


Cuando tenía 25 años ya había escrito cientos de poemas, más creados de inspiración que de técnica. Había leído libros comprados y con ellos, me consideraba una lectora ávida y con la experiencia para usar y conocer lo hermoso de nuestro idioma. Pero tenía un trabajo agobiante y estresante.

Por supuesto, prioridades que cubrir en mi casa y en mi vida. Ser escritora, no estaba entre esa lista de responsabilidades y expectativas de mi propia supervivencia, de nuevo.


Un día estando sumamente enojada por el exceso de trabajo, más por mi manía de hacer las cosas “impecables” que por razón —lógicamente, nunca, por más que quieras, resultan perfectas—, salí sin pensar de la oficina para distraerme y calmar mi mente. Caminé más menos de una cuadra de Quevedo hacia Díaz Mirón cuando vi un parquecito vivaracho, una cancha de básquetbol con un gran domo, bancas de cemento, arboles, enramadas, un caminito verde que apenas alcancé a ver desde la calle y un edificio viejo, pero llamativo, que después me enteré, era el antiguo “Hotel Lerma”. Decidí acercarme. Me senté cerca de la cancha de básquet a ver como las familias estaban conviviendo.

Recordé que mi familia y yo nunca tuvimos un día así, no había tiempo para ser felices, o por lo menos, todos juntos. Mi felicidad no era la misma de mi hermano, la felicidad de mi madre, no era la mía tampoco. Porque ya desde entonces niña, me sentía diferente como para entender que la felicidad era individual y se presentaba de distinto modo en cada uno.


La frescura de la tarde me confortó, solo unos minutos sentada conmigo misma, respirando del silencio, calmada… me hizo entender que estaba ahogándome en un vaso de agua.

Sentí curiosidad en ese momento por la biblioteca, a esa fecha había oído de ella en mi adolescencia, pero nunca entré porque me quedaba lejos, ya que vivía en el extremo de la ciudad y difícilmente hasta aquí, llegaba un autobús colectivo. Caminé unos pasos hasta llegar al suelo rocoso.

Recuerdo como el camino estaba decorado con plantas de flores amarillas grandes y el pastito bien recortado. Había ramas cafés, verdes y flores de ixora rojas que hacían la forma de un camino que daba hasta la puerta.

Entré. Recuerdo que estaba nerviosa como si entrara a robar algo. Tímidamente le pregunté a la chica si podía pasar cualquier persona. Amablemente me dijo: ¡Claro!


-Puede pasar cualquiera que lo desee. Adelante. Pasa y lee lo que gustes.


No olvido el momento preciso que crucé la entrada. Olía a libros, ese olor que los amantes come libros reconocemos, y a silencio. Tengo en mi mente ese instante nítido, cierro los ojos y puedo sentir otra vez la sensación en mi piel al mirar tanta belleza. El olor a cuentos y las aventuras empolvadas de cada autor flotaban todavía en el aire. Hileras de libros estaban acomodados en estantes de madera de pequeños a grandes, divididos por géneros, apilados por años y sobre todo, ordenados por secciones fáciles de encontrar.

Fue la sensación perfecta. Hojeé el “Libro Salvaje”, después “El Alquimista” me guiñó el ojo y confirmé lo que ya sabía, ¡A qué me sabe la emoción: A vida! Los pocos más de treinta minutos se sintieron como una eternidad en las líneas de Sabines. Me vi como una niña descubriendo su tesoro más preciado, pensé: ¡Cuánto me he perdido! ¡Cuántas historias han estado esperándome! ¡Qué fortuna encontrar esta biblioteca!


Salí renovada, tranquila, como si hubiera escrito un libro titulado: ¿Cómo quitar el mal humor en 5 minutos?, porque así había sucedido conmigo. Nací en ese mágico lugar, me llevé a la nueva mujer que reencontré sentada en la biblioteca. Tengo ahora 43 años y la fortuna que la biblioteca haya guardado mis propias memorias a través de dos libros: “Huellas y Quetzalcóatl”. El primero, es un libro que presenté en esta querida biblioteca entre amigos y poetas porteños. La biblioteca me abrió su corazón y la oportunidad de recordar por qué, para qué y para quién escribo.

Definitivamente para ser leída y trasmitir sentimientos, porque “Escribir nos cura el alma, pero que nos lean, nos salva de una existencia vacía y sin emociones”.

Esa primera presentación en la biblioteca Quetzalcóatl significó para mí, valor, y atreverme a mostrarle al mundo que para estudiar no importaba la edad, sino decidirte a hacerlo y tener confianza en lograrlo. Estar rodeada en ese cálido espacio con personas amadas leyendo mis hijos hechos palabras, fue una experiencia mágica e irrepetible.


La biblioteca siempre fue y será un espacio para presentar un libro, una tertulia con amistades queridas, para ampliar el conocimiento de un niño, o simplemente leer y que tu imaginación te lleve a ser el personaje principal de la historia que quieras.


Quetzalcóatl es más que el eslogan de una promesa con creencia mitológica “El que ha de volver”, es la premonición de un futuro justo, que la profecía se hará realidad y devolverán la biblioteca a la vida.

Porque la historia se puede transmitir a través de textos virtuales, no se duda, al final de cuenta las letras están motivadas por tus propias emociones, pero no superan la magia de los sentimientos que solo pueden sentirse, si fueron vertidos con amor por su propio autor, para ser leídos por las manos que lo eligen. Ese es el vínculo entre lector y obra.

Es la herencia del escritor hacia las generaciones futuras y es un código de información que guarda el roce histórico de todos aquellos lectores que han coincidido en leer y dejar sus memorias en la carátula de un mismo libro llamado: “Esperanza”.


¡Devolvamos la serpiente a Coatzacoalcos!,

¡Devolvamos Quetzalcóatl a la Historia!

¡Devolvamos la Biblioteca a los Libros!


(Cuento ganador del 1er. lugar, en el concursoPlumazos por la Biblioteca”, Noviembre 2022).