El criminalista

Veracruz | 2022-08-14

–Calza botas del número 28. Estatura 1.80 m., es flaco, debe de pesar 75 kilos...

Miranda y Samuel seguían muy de cerca al teniente Smith. Hace dos años que se desempeñaban como sus asistentes y el criminalista no dejaba de asombrarlos. Era increíble para ellos, como novatos, tener la suerte de trabajar bajo las órdenes de quien estaba a punto de ganarse el título del padre de la criminalística moderna.

Smith podía hacer hablar a cada objeto que se encontraba en el lugar de los hechos. El ritual, al recorrer la escena del crimen, siempre iniciaba de la misma manera: el teniente se ubicaba en uno de los extremos de la habitación, encendía un cigarrillo y esperaba paciente a que no se escuchara nada en lo absoluto; después, comenzaba a tomar las pruebas periciales observando meticulosamente el lugar mientras lo recorría en sentido elíptico, formando círculos hasta llegar a la víctima. Lo disfrutaba como un juego en el que el objetivo era descubrir todos los detalles antes de llegar al cuerpo, el cual, tal parecía que sólo serviría para corroborar lo que para el criminalista era ya conocido.

El teniente se detuvo para estudiar los dos impactos de bala que perforaron el cráneo y al acercarse se percató de que bajo el rostro yacía una colilla de cigarro. La tomó con sus pinzas y le hizo una señal a Miranda para que se aproximara con la grabadora.

–Tiene lápiz labial rojo –dijo la Joven–, estamos tras una mujer...

–¡Silencio! –objetó Smith tomando unos cabellos de la almohada. –¡Samuel! ¿Cristóbal está siguiendo mis instrucciones?

–Sí, señor. Ya está tomando fotografías a todos los curiosos.

–Acérquese, Samuel. Usted también Miranda, anote y aprendan. ¿Ven este cigarrillo?

–Sí, señor –respondieron haciendo un coro típico de estudiantes que los avergonzó.Smith hizo un gesto de desaprobación y continuó:

–¿Notan cómo está aplastado? Son dedos, no uñas...Y observen bien, este cabello largo no es natural, es de una peluca. Pero el otro, el castaño más pequeño, sí que es natural... ¡Qué esperan! Díganle a Cristóbal que nuestro asesino es un homosexual, de tez blanca, cabello castaño muy corto... ¡Vayan, vayan!

Minutos después, los jóvenes aprendices le llevaron al teniente las fotos instantáneas tomadas por Cristóbal.

Smith sacó su lupa y revisó una a una, hasta que de pronto, sus cachetes, cual niño al que le entregan un helado triple, se inflaron de regocijo.

–Es él –dijo aplastando con el dedo índice la fisonomía de un individuo que intentaba pasar desapercibido entre los curiosos–, ¡arréstenlo!

A la mañana siguiente, Smith descansaba los pies sobre el viejo archivero, cuando vio la mirada orgullosa de Miranda.

–Tenía razón, señor. Se le hicieron las pruebas de parafina y Harrison al sospechoso, las comparamos con la pólvora encontrada en el cuerpo del cadáver y ¡bingo!, al verse descubierto, terminó por confesar. Él lo mató. Es usted genial.

–Teniente –interrumpió su secretaria–, le llama el jefe, quiere verlo de inmediato en su oficina.

Smith cruzó el pasillo entre miradas de admiración, sonrisas de complicidad y una que otra palmada en el hombro: ¡bien Smith! ¡Eres grande compañero!, escuchaba a su paso.

–Adelante, teniente.

–Gracias, jefe. A sus órdenes.

–Iré al grano, Smith. Es usted muy buen elemento. Desde que estoy a cargo, es la tercera vez que escucho que resuelve un caso de la misma manera que lo hizo ayer, es sinceramente increíble.

–El asesino siempre regresa a la escena del crimen y mientras más seguridad cree tener de no ser descubierto, más rápido vuelve –refutó Smith guardando una modestia que ambos sabían que no le iba.

–Es cierto –continuó el jefe insistente–, pero a usted, parece que cada objeto indiciado le habla al oído y le cuenta sus secretos. En fin, lo felicito y quiero asignarle un nuevo caso.

–Gracias, usted dirá.–Necesito que se encargue del multihomicida, el Cirujano.

–Pero, jefe... ¡llevan más de dos años tras él y no tienen ni una pista!

–Exacto. Mire Smith, para nadie es un secreto que usted está a punto de convertirse en el nuevo padre de la criminalística. Háganos un favor a ambos: capture al criminal y yo me encargo de que su retiro sea tan glorioso que quede impreso en los libros de texto. La prensa no me fastidiará más al tener preso al asesino y usted podrá disfrutar de ocasos de sol dibujados al óleo en sus cuadros que tanto le gustan, ¿no es así?

–La pintura es mi segunda pasión, no lo puedo negar.

–Entonces, ¿qué me responde?

–De acuerdo, lo intentaré.

Durante los meses siguientes, Smith, Miranda y Samuel siguieron el rastro del Cirujano y lo único que encontraban eran cuerpos tasajeados quirúrgicamente y escenas del crimen más limpias de rastro, que una mesa de operación.

–El tipo es muy hábil –comentó Miranda al analizar los resulta– dos de dactiloscopia de la última víctima–, nada de nuevo.

–Todos nos equivocamos algún día. Ten paciencia –contestó Smith–. Por el momento es hora de descansar.

Al salir a la Avenida Central, Miranda tomó el primer taxi que pasó.

El teniente y Samuel se observaron y Smith, dándole una palmada en la espalda, le dijo:

–Creo que cenaré algo en El hostal de Fernando.

–¡Oh, claro! ¿Le molestaría si yo...?

–¡Anda, vamos! Un poco de compañía no me hará mal. Samuel no cabía de contento. Ojalá y Miranda se hubiera esperado, pensó. Cenar con el teniente... ¡guau! Era como un sueño y a su entender, significaba que su carrera iría en ascenso del brazo del maestro.

La cena fue más cordial de lo que Samuel podía esperar y después ya pasada la media noche, ambos se dirigieron a sus hogares.

Hacía muchos años que el sonar del teléfono en plena madrugada, ya no sobresaltaba al teniente. Esta vez, al prender su lámpara de mesa, se iluminó la pintura del paisaje que estaba por concluir y vio que el reloj marcaba las 4:40 A.M.

–¿Quién es? –preguntó con parquedad.

–¡Teniente! ¡Soy yo, Miranda! ¡El Cirujano volvió a atacar!

–¡Calma, Miranda, calma! Está muy alterada, tiene que tranquilizarse.

–No puedo –dijo con el llanto entrecortado–, ¡es que se trata de Samuel!

–¡Samuel! ¿El Cirujano, atacó a Samuel?

–Sí, teniente. ¡Lo mató! Fue él, no cabe duda.

–¡Salgo enseguida!

Esta vez, Smith y Miranda, revisaron con mucho mayor detenimiento cada indicio de la habitación donde yacía el cuerpo de Samuel.

Minuciosamente, levantaron cada objeto encontrado, hasta que la luz del día deslumbró sus cansados ojos.

–Es mejor que tomemos un descanso –dijo Smith a la chica.

–Vaya teniente. Yo sólo recojo mi abrigo y mi bolso y también me marcho.

Por la tarde, Smith debatía con su jefe el por qué el Cirujano habría elegido a Samuel.

–Es obvio que se está burlando y nos enfrenta –dijo Smith–, sabe que no tenemos nada y se da el lujo de embarrárnoslo en la cara.

–¡Tiene que hacer algo Smith! La prensa está encima y, por si fuera poco, llamó el gobernador; quiere que nuestro mejor hombre se encargue... ¡y ese es usted! No olvide que lo que debe ser el logro que lo encumbre, se puede convertir en el peor fracaso de su carrera.

–Lo sé, jefe, lo sé.

Esa noche, intentando conciliar el sueño, Smith se encontró con la encrucijada más grande que hasta ahora había tenido en su vida. ¿Qué hacer? ¿Continuar con la saga de homicidios y pasar a la historia como el asesino perfecto? El hombre al que jamás nadie pudo descubrir: el gran Cirujano. Pero, de elegir este camino, ¿qué sería del teniente Smith? No, jamás podría retirarse sin la gloria que tanto deseaba y el título de padre de la criminalística moderna, sencillamente se iría al caño. Quizá, lo más inteligente sería sembrar algunas evidencias para incriminar a cualquier rufián de poca monta. Él, Smith, se encargaría de comprobar su culpabilidad con pruebas científicas, ¿acaso no era el mejor en su ramo?

Así, pensando en el tipo de héroe que elegiría ser para pasar a la posteridad, se quedó dormido con la cara en alto, los brazos extendidos y el rostro terso de quien se sabe satisfecho.

 Por el contrario, Miranda prefirió no separarse de su amigo y hora tras hora del día, hurgó en busca de una pista.

Siguió cada una de las lecciones aprendidas, pero sin resultado. Sentía desfallecer, pero justo antes de retirarse a casa recordó las palabras de su maestro, el Teniente Smith: “todos nos equivocamos algún día... ten paciencia... ten paciencia...” así que su instinto la hizo volver a revisar la puerta trasera del apartamento de Samuel. Todo estaba en orden, con excepción de que se encontró unas minúsculas partículas de tinta seca. Colocó las muestras en un recipiente y las llevó consigo.

Recostada en su cama, sabía que esa noche no podría dormir. ¿Cómo hacerlo si en sus manos se hallaba pintura de óleo que, para una habilidosa y bien entrenada criminalista, equivalía a tener la firma del asesino serial? Ahora, para ella, el Cirujano tenía un nombre.

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