Miedo en Hungría y Francia: una amenaza para la democracia liberal



Miedo en Hungría y Francia: una amenaza para la democracia liberal

Este mes, nos brinda la oportunidad de reflexionar -con el apoyo auxiliar que solo los hechos pueden otorgar- lo que podría considerarse la primera prueba para conocer qué lección ha dejado el conflicto en Ucrania a una sociedad internacional cuya vitalidad, por años, ha descansado en la universalización de un proyecto democrático liberal.

Hungría y Francia con sus recientes procesos electorales nos invitan a realizar esta reflexión e intentar entender por qué, en una Europa constantemente asediada por un estado autocrático, dos proyectos de carácter chovinista y antagónicos a la estructura democrática liberal han asegurado sólidamente el beneplácito popular.

Lo primero en puntualizar es que ambos escenarios no presentan resultados reflejos. Hungría y Francia conservan su singularidad. En el primer caso se refrendó el triunfo, por cuarta ocasión consecutiva, de un proyecto que ha ido robusteciendo gradualmente el poder autocrático de su líder; Francia, por su parte, logró convalidar (en la primera y segunda vuelta electoral) que los proyectos de derecha e izquierda extrema cuentan con la simpatía de 1 de cada 2 votantes.

Resultados (triunfo y derrota) que evidencian la estrechez que ha exhibido la intelectualidad contemporánea para reconocer a plenitud las ostensibles deficiencias de un proyecto democrático liberal en desgaste. Francis Fukuyama, reconocido politólogo estadounidense, sentenciaba el pasado 10 de marzo: “La invasión ya ha causado gran daño a los populistas de todo el mundo, quienes antes del ataque expresaron uniformemente su simpatía por Putin (Rusia), Marine Le Pen (Francia), Viktor Orbán (Hungría)…”. Una predicción que hoy parece haber sido rechazada por los hechos.

Superando esta confrontación asimétrica, entre pronósticos y una alejada realidad, resulta oportuno poder dar cobertura a un fenómeno social que en el presente parece estar propagándose por el mundo al unísono de una creciente inconformidad dentro de sociedades tradicionalmente democráticas. Esto es, la ascensión de una ideología etnocéntrica que se nutre de un nacionalismo excluyente de características tribales.

El etnocentrismo nacionalista, que en el presente se ha diseminado en diversas soberanías estatales (comenzando por la Rusia de Putin), ha logrado refrendar su poder de convocatoria a través de la afluencia y soporte que le otorga un parámetro que se encuentra indeleble dentro de la propia naturaleza humana: el miedo.

Ese miedo que Martha Nussbaum estudia en su libro “la monarquía del miedo”, y el cual responde a una dinámica secuencial ascendente: la ansiedad, hace su aparición (producto de encontrarnos, de pronto, desprotegidos en un mundo amenazante); se alimenta un instinto egocéntrico (el cual nos impulsa a dar prioridad a nuestra supervivencia); se busca identificar a los culpables, y finalmente se genera la necesidad de proyectar nuestra ira hacia aquellos que han sido responsables de nuestro sufrimiento.

En este punto “La ira, hija del miedo”, como lo designa Nussbaum, se materializa y nos conduce a encontrar cobijo bajo el manto de aquellos que comparten nuestra desfortuna. Así, habiendo invocado un frente común, desarrollamos de forma involuntaria una visión colectiva, excluyente, que promoverá un rechazo proyectivo hacia los otros, esto es: hace su aparición el etnocentrismo de características tribales.

De pronto nos vemos imbuidos en una estructura colectiva masificada, cuya naturaleza, nos advertía Karl Popper, exige que nos desprendamos de nuestra moral individual para adoptar una moral colectiva. Una visión chovinista de la realidad, que representa una peligrosa amenaza para la sociedad abierta ya que da paso a liderazgos que al apropiarse de la voz del colectivo aplastan toda oposición individual. ¿Nos recuerda algo esta advertencia?

Veamos esta dinámica en nuestros dos ejemplos:

En el año 2010 cuando Viktor Orbán inició su mandato como primer ministro -cargo que ratificó el pasado 3 de abril- Hungría era un país que presentaba un endeudamiento insostenible; una tasa de desempleo del 11% (y en ascenso); estancamiento económico y una profunda inestabilidad social y política producto de la corrupción y un fallido golpe de estado en el año 2006. En resumen, Hungría, en el primer trimestre del 2010, era catalogada como la “segunda Grecia”. Sí, aquel país europeo que colapsó ese mismo año.

En esta difícil época nos encontrábamos con una sociedad húngara, cuya frustración rápidamente pudo transformarla en miedo. Orbán, no solo supo capitalizar este miedo, sino que lo utilizaría en lo subsecuente a través de un uso selectivo del repudio y desprecio hacia todo lo ajeno a su misma tribu: migrantes, normas disruptivas de la Unión Europea y toda política que privilegiara el cosmopolitismo.

Orbán ha logrado vitalizar su proyecto político refrendando una promesa; la cual, da cause al miedo que lo ha encumbrado: recuperar el reino de Hungría que se desmembró después de la primera guerra mundial (con la firma del tratado de Trianón en 1920). Un reino que dotaba de gloria y bienestar humano a todo aquel que se plegara bajo su manto.

Francia, a pesar de la visible distancia con Hungría, presenta un cuadro de rasgos familiares. Niveles preocupantes de inseguridad, pública y económica, una política económica que manifiestamente ha favorecido los peldaños sociales superiores, una pandemia que exacerbó las brechas salariales y el incremento en los costos de vida han hecho que millones de agobiados ciudadanos franceses dieran renovado vigor a un añejo liderazgo de naturaleza autocrática. La extrema derecha francesa obtuvo este domingo el mejor resultado electoral de su historia.

Le Pen, quien perdió este domingo con el 40% de las preferencias, ha logrado dar dirección a un progresivo miedo, ampliamente compartido por la sociedad francesa, y utilizarlo en contra de un régimen democrático cuya responsabilidad recae en su incapacidad para garantizar el bienestar humano.

Le Pen, por su parte, también ha hecho un juramento a sus partidarios: recuperar esa Francia que en la segunda mitad del siglo XX perdió su esplendor imperial frente al protagonismo americano y un destructivo cosmopolitismo cultural (migración) que hoy agobia a su nación: bajo esta misma promesa, Jean-Marie Le Pen dio vida al Frente Nacional en 1972 (el mismo partido de ultraderecha, pero con diferente nombre, que hoy es encabezado por su hija).

Hungría y Francia nos dejan una alarmante lección: la vitalidad inherente a la democracia liberal ha madurado -a grado tal- que su herramienta más virtuosa, el sufragio universal, puede convertirse en su propio verdugo.

Revertir el desencanto que ha germinado en cada rincón del mundo será la próxima batalla que un liberalismo, escaso de recursos, tendrá que librar contra un populismo autocrático que ha sabido sacar provecho del miedo. Por lo pronto Orbán lleva la delantera, Le Pen se acerca. ¿Y Trump? Al parecer ahí viene.

/oh


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